Rosa Verde - Parte I: La primera aparición

Adelanto: Capitulo 1 - Elisa

Un sonoro bostezo en mitad de la noche rompió el silencio que rodeaba a Elisa. Estaba abajo, en la cocina, sentada en la mesa de madera que hacía las veces de comedor con un ataque de insomnio como el de tantas otras noches. Las volutas de humo se sucedían en torno a su cara desde una taza que sujetaba sin fuerza, cuando otro bostezo involuntario la sacó del sopor en que andaba sumida, obligándola, sin pretenderlo, a centrar de nuevo la mirada en la taza. 

Dando un sorbo, Elisa rememoraba la rutina en que se habían convertido las noches de su nueva vida: La niña le había salido llorona, y eso se traducía en horas sin dormir donde Sonia pasaba más tiempo entre sus brazos que en su propia cuna, llorando hasta que se dormía, para que luego y de ninguna de las maneras, consiguiera de nuevo conciliar el sueño.

Bajar a la cocina a hacerse una infusión era de lo poco que le quedaba en esos casos; disfrutar un poco de la poca paz que pudiese tener hasta que el sueño le venciese o el ciclo volviese a empezar, lo que fuera que sucediese antes. Abajo, piensa en sus cosas, fantaseando un poco con su vida anterior: aquellas salidas nocturnas con su marido, los viajes, alguna escapada con las amigas… Casi no recuerda cómo era aquello de no ser madre «Pero no hay experiencia más bonita en el mundo, ¿verdad?» se permite autocompadecerse mientras resopla a través del ascendente vapor.

Y ahí, en ese momento exacto de su nueva rutina, la vida de Elisa cambió.

El olor repentino, aun débil, la puso en alerta —quizá el famoso instinto maternal tuviese algo que ver—, pero fue sin embargo un primer vistazo a las ráfagas intermitentes de luz reflejadas por el hueco de las escaleras, lo que acabó por activar las alarmas. Algo no iba bien en el piso de arriba.

Corrió hacia arriba presa de ese pánico irracional que todos llevamos dentro. Ese terror, de ojos desencajados, sudor frío, y adrenalina tan fluida que apenas si parece que quede sangre en las venas. Subió los escalones de dos en dos hasta que la ardiente brisa se topó contra su cara confirmando lo peor: la habitación de su hija estaba ardiendo:

—¡Sonia! ¡Sonia! —consiguió articular sin poder acercarse a menos de un metro de la puerta, pues el calor que emanaba el interior impedía cualquier intento.

La niña lloraba, y aunque no la veía, escuchaba su llanto detrás de aquel infierno, lo cual era buena señal pues la pequeña seguía viva, quedando aún la esperanza de escapar de aquel mal sueño con vida:

—¡Sonia! ¡Aguanta! —El último grito se tornó ahogado, con más tintes de llanto desesperado que de palabras de ánimo.

El miedo todo lo desgarra, y aun cuando el primer impulso la llevase a entrar como fuera en la habitación de su hija, quedaba hecho girones por cada quemadura recibida en el intento. Luchando contra la idea de abandonarla, un hilo de lucidez se cruzó en su cabeza empujándola a salir de allí en busca de ayuda, una ayuda a la desesperada que sabía no llegaría pronto, pues Elisa estaba sola: Su marido tenía turno de noche y eso la llevó irremediablemente a recordar cómo nunca estuvo conforme con vivir tan lejos de la ciudad. La casa, casi en mitad de la nada, estaba a casi quinientos metros de la siguiente más próxima, en caso de estar habitada, pues algunas de aquellas casas eran utilizadas como segundas residencias.

Así que, Elisa, consiguió bajar como pudo, alcanzó la puerta y salió envuelta en jadeos, toses y en lo que a todas luces era una crisis de ansiedad… a todas luces para alguien que la viera, de haber habido alguien; porque a su alrededor no había nadie: tan solo árboles, tierra y noche cerrada, ahora teñida de rojo por el fulgor de las llamas.

Una vez en el exterior, se giró contemplando la escena con incredulidad. Ante sus ojos veía cómo de las tres plantas, el primer y segundo piso ardían sin cesar, llevándola a imaginar que por la voracidad con la que las llamas parecían actuar, en breve la buhardilla correría la misma suerte. La arboleda que rodeaba la casa proyectaba sombras fantasmagóricas aquí y allá. Apenas si hacía quince minutos desde que su mayor problema era no dormir «Esto no puede estar pasando» se dijo observando aquella escena horrorizada y tratando de negar aquel mal sueño con las pocas fuerzas que le quedaban. Con todo, se obligó a recomponerse y abandonó todo pensamiento fútil, manteniendo en su mente lo único que importaba: Sonia seguía arriba.

De unas, consiguió distinguir sirenas en la lejanía; después de todo, alguien habría vislumbrado el humo y se habría dignado en llamar a emergencias. El sonido, sin embargo, no consiguió infundirle esperanza, pues aquel camino sin asfaltar, único acceso a la vivienda, se perdía en la negrura sin visos de que alguien acudiese con prontitud. Las llamas crepitaban, y Elisa, casi al borde del colapso, se vino abajo. Sólo podía gritar. Gritaba, gritaba con todas sus fuerzas consumida por la desesperación. Se dejó caer, arrodillada, rendida, con la vista hacia arriba puesta en la dirección de la habitación de su hija, sumida en gritos, llantos y sollozos.

Un sobresalto la sacó de su estupor al percibir en el cielo, inmóvil, una especie de mancha en la que no había reparado antes. Una mancha negruzca, extraña «No, más que una mancha parece una silueta» se dijo. La silueta flotaba, a una altura de tres pisos y una distancia de quince metros hasta la casa, desentonando con el entorno, haciéndose notar como algo que no debería estar ahí. De repente se movió, rauda como un rayo, para en un abrir y cerrar de ojos venir a detenerse justo enfrente de una de las ventanas del primer piso. Las llamas iluminaban ahora la parte frontal de la silueta, revelándole su naturaleza.

«¿Có… cómo?» Elisa se quedó plantada sin saber qué murmurar, mirando fijamente a lo que claramente era una persona. Enfundada en un traje que emitía destellos verde esmeralda con cada refulgir de las llamas, levitaba inmóvil con los brazos en jarras y la vista puesta en la casa «¿Acaso me he vuelto loca ya?». Desde su posición, sólo consiguió distinguir una corta capa que ondeaba al viento sin cesar, una suerte de botas blancas y unos guantes del mismo color. No llegaba a verle la cara, pues la figura se le presentaba de espaldas.

De súbito y como si le hubiese leído el pensamiento, la figura de verde se giró y la miró. Seguía sin apreciar bien sus rasgos pero ahora consiguió atisbar una especie de antifaz que le cubría el rostro por la parte de los ojos. Sin mediar palabra, centró de nuevo la cabeza y con un movimiento tan rápido como el anterior penetró en el corazón de las llamas.

Abrió la boca emitiendo una exclamación sorda. Todo fue muy rápido, pero a Elisa le pareció ver cómo durante la incursión, el fuego se había abierto camino a su paso en una especie de túnel. A partir de aquí, el tiempo se le antojó eterno. No sabía qué estaba pasando dentro —ni tan siquiera sabía bien qué acababa de pasar—, si todo había sido un sueño o una especie de milagro. Tan solo veía las llamas azotar vivamente el interior. De pronto los llantos de Sonia se escucharon desde la ventana. Estaban… ¿Acercándose? Ahora contempló claramente lo que antes dudó: en un instante las llamas que asomaban por la ventana desaparecieron, dejando pasar una estela verduzca que salía volando al exterior, para inmediatamente después, volver a avivarse tras su paso. Y sus ojos se anegaron de lágrimas.

Con creciente asombro y sumida en la incredulidad, Elisa veía cómo aquel ser, de nuevo inmóvil a la misma altura de tres pisos de distancia, sujetaba en brazos a su hija que lloraba y lloraba. Una risa nerviosa le sobrevino, una risa de alivio mezclada con incredulidad. Su hija estaba a salvo. Viva. Si había caído presa de la locura no le importaba, disfrutaba de aquel momento que se le antojaba tan real. «¿Qué es esto? Un… No, no existen los superhéroes, no… No importa. Sonia...».

Aquella especie de ser imposible seguía allí, impasible, su capa aleteando fuerte por el viento «Sí, tiene que ser eso, no puede ser otra cosa». No veía la hora de sostener a su hija en brazos. El extraño individuo la miró y desde la lejanía percibió lo que parecía una sonrisa, una dulce sonrisa. Lentamente, muy lentamente aquella silueta flotante comenzó a descender. Ya casi estaba, lloraba de alegría… y de repente, el horror. Apenas descendido medio metro, aún con la niña en brazos, y con la misma fugacidad con la que a Elisa se le antojó su aparición, el superhéroe, simplemente… desapareció. Se esfumó. Y Sonia, su hija, desde el cielo, cayó. Y cayó… y cayó…